Matisse en alguna de sus correspondencias afirmó que Si el dibujo pertenece al espíritu y el color a los sentidos, se debe dibujar primero, para cultivar el espíritu y para poder conducir al color por senderos espirituales. En esta muestra el ejercicio se trazó a la inversa. Las obras parten de los sentidos, y estos se van decantando, se depuran al punto en que se sustraen todos los tintes cromáticos para mostrar sólo la esencia, conduciendo entonces, no al color, sino a quien participa de la experiencia, a través de los senderos que describe el genio fauvista.
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Composiciones esquemáticas de líneas rectas, horizontales y verticales, esconden tras su aparente rigidez, una delicada fragilidad que se hace más evidente a medida en que avanza el recorrido. Se revelan efímeras ruinas arqueológicas que dan constancia de un pasado reciente, del que poco se recuerda. Donde hubo rectitud se forjan ahora sinuosidades y la simpleza deriva en un horror al vacío, atemorizante y a su vez conmovedor. El ritmo vertiginoso confunde al cosmos y al caos, nos perdemos en el espacio sin tener consciencia exacta de donde pisar. De pronto llega la pausa, miramos al mar. Cada quien, desde su orilla, advierte la profundidad. Revive sus muertos y afronta la compleja realidad de reconocerse menudo ante la inmensidad.